sábado, 19 de mayo de 2007

NOCHE NEGRA

Sergio Pellicer


En un pequeño cuarto de baño, enfrente de un amplio espejo de marco blanco, el hombre se observa, piensa sobre su situación, habla consigo mismo. No es un hombre feo, tampoco excesivamente guapo. Tiene una cicatriz característica en la mejilla izquierda, y el pelo rubio, revuelto por el viento y mojado por la lluvia que le ha pillado de camino a casa, le cae un poco por encima de los ojos, enrojecidos por el llanto.

“Pienso en lo que he vivido a lo largo de todo este tiempo: sólo veo oscuridad y tristeza que se expande por mi interior tiñendo lo poco bueno que mi recuerdo aún conserva con el color azul de la nostalgia. Una voz acude a mi memoria procedente de noches inmemoriales, y una tormenta de nieve se desencadena violenta en las regiones de mi alma, donde lo bueno y lo malo convergen en aludes de olvido. Cierro los ojos, pienso, lloro. ¡Perra vida! ¿De verdad cree que ha hecho lo correcto? Su última mirada me perseguirá por siempre como una veleta acusadora, lo sé. Y no quiero. “

Detiene su pensamiento desesperado, su mente queda en blanco. Se mira en el espejo, golpea la pared con furia.

-Tú, el del espejo, deja de pensar. ¿Sabes qué? Que eres un mierda. Sí, como lo oyes, un mierda. No vales para nada, ¿sabes? Nadie te quiere, ni tu mujer te quiere, te ha dejado. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué puedes hacer ahora? ¡Nada! ¡No puedes hacer nada!

Su cuerpo se convierte en un tornado iracundo que se expande por el baño golpeando objetos, paredes y muebles al mismo ritmo con que un pensamiento desesperado azota su mente desquiciada.

“Me odio, me odio, me odio, me odio, me odio, me odio, me odio, me odio, me odio, me odio...”.

La locura posee por completo sus acciones y pensamientos, la posibilidad de reflexión queda eliminada. Acude al armario de herramientas, tantea con la mano izquierda la más alta de las estanterías, la única a la que no llega con la vista, y por fin distingue con su hábil tacto la silueta de lo que busca. Traga saliva, cierra los ojos.

“Es lo correcto, es lo correcto”.

Bang. Su cuerpo queda en el suelo envuelto en un charco de sangre mientras en la cocina comienza a sonar alegre el teléfono. Al otro lado de la línea una mujer arrepentida llega con una disculpa inútil y tardía. Salta el contestador: “En este momento no estoy en casa, deja tu mensaje, por favor”.

¿Pedro? Sé que estás ahí, coge el teléfono, te lo ruego, perdóname...

jueves, 3 de mayo de 2007

MARGINADOS. PRIMER TEXTO.

Sergio Pellicer

Se aprenden muchas cosas del mundo viviendo en la calle. Cuando ves a tanta gente desfilando por delante de ti hora tras hora, acabas calando casi a cualquiera sólo por lo que desprende su mirada: desprecio, compasión, apoyo, lástima, asco, odio.

En una esquinita de la Gran Vía de Barcelona, Diego raspaba su guitarra y cantaba versos a una mujer ausente con su acento argentino, sentado en un pequeño taburete. A menudo pasaba algún chico joven y le lanzaba una monedita de veinte céntimos; anecdóticamente pasaba un loco, le daba un billetito de cinco euros y esa mañana podía comer de caliente. Enfrente de él, a sus pies, una pequeña alfombrita, como las que se ponen a la entrada de la ducha, con un papel pegado en el que se leía una expresión muy significativa: “El arte vive en los museos. Los artistas mueren en la calle”. Su melena, rizada y salvaje, caía por su rostro moreno y quedaba pegada en su frente sudorosa mientras sus dedos, ágiles y portentosos, se deslizaban por el mástil de su guitarra española tocando una melodía cargada de nostalgia. Cerró sus ojos verdes apretando fuertemente los párpados, y le cantó a un recuerdo triste:

“Ella se quedó, y mi corazón quedó con ella. A muchos kilómetros de mi, a un océano de distancia, a un viaje imposible en patera. Ella me perdió en un sueño, yo la perdí en una pesadilla. Ella... Ella... Ella es hoy un pronombre, ella ya no es, era...”.

Quedó en silencio. El mundo, a su alrededor, se movía muy deprisa, pero él permaneció inmóvil. Cientos de coches cruzaban velozmente la Gran Vía; los empresarios, fusionados con un teléfono móvil y un maletín, subían y bajaban por la avenida inmersos en sus problemas. Bullicio, ruido, gentío, corbatas, maldiciones. No había tiempo para nada, y el arte no era una excepción.

Abrió los ojos al fin, y miró la alfombrilla: un par de horas cantando, dos euros con setenta céntimos.

“Eso vale tu recuerdo, ese que me da de comer”.

Se puso en pie, guardó la guitarra en una funda de cuero despellejada, recogió sus escasas pertenencias y desapareció entre la multitud con un nombre en la cabeza y una miseria en el bolsillo.